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jueves, 23 de septiembre de 2010

Los candidatos de la gente


Del Editor de TDM
(Publicado en Tierra de Maravillas. Nº 4 / Junio 2007)

 
No es intención de estas líneas fulminar la palabra “gente”. Tampoco emular a Marianito Grondona, explicando la etimología de tan noble vocablo. Porque, de verdad, es una palabra que tiene seductoras resonancias, que parecen acercarnos al común, a los seres humildes y desconocidos. ¿A que se debe entonces, esa sensación de asco, de fraude, cuando los comunicadores sociales les exigen imperativamente a los políticos que “interpreten las necesidades de la gente”? ¿Por qué será que esa misma sensación se repite cuando los aspirantes a ocupar algún sillón (municipal, provincial o nacional) se auto adjudican la condición de portavoces de esa gente? ¿Desde dónde se habla y de qué gente se habla?

Doña Rosa

            La ventaja de la palabra mágica es que parece incluirnos a todos, borrando diferencias económicas, políticas y sociales. Nos da la impresión de que puede existir algo así como una colectividad de seres que tienen expectativas y valores comunes. Dentro de la “gente” así entendida, no hay conflicto ni contradicciones internas.
            Pero los comunicadores sociales, perfectamente conscientes de los intereses que representan, son los que mejor saben de qué gente se habla. La “gente” construida mediante una larga y paciente operación ideológica y comunicativa, es cualquier cosa menos un producto natural. Y aquí hay que otorgarle un mérito a Bernardo Neustadt, pues él fue quien supo crear, inventar como un verdadero artista, la textura de “Doña Rosa”, ese personaje al que hoy todos citan cuando se quiere dar un ejemplo de la “gente”.
            La imagen de Doña Rosa se hizo creíble porque se la articuló (en principio) con demandas reales de un ama de casa media, abrumada por la falta de dinerillos y descreída de todo y de todos. Luego, esas demandas reales fueron orientadas hacia el modelo ideológico que propugnaba don Bernardo (por ejemplo, hacia los paraísos de la privatización o la liquidación del Estado) y que coincidía con el modelo ideológico de sus avisadores: banqueros, industriales, propietarios rurales y gerentes de empresas que apoyaban sus programas.
            La habilidad de Neustadt consistió en saber tender un puente entre la ideología de sus avisadores y el resto de la sociedad, tapizándolo con fórmulas y consignas persuasivas y tratando (y consiguiendo en muchos casos) que hombres y mujeres pertenecientes a sectores medios y populares asumieran como propias y naturales las propuestas del comunicador y sus sponsors.

Encuestas

El ejercicio de la política moderna parece no poder prescindir de las famosas encuestas de opinión, que brindan datos acerca de los requerimientos y estados de ánimo de “la gente”. No conviene olvidarse que las encuestas son una especie de fotografía congelada en el tiempo y que su valor puede ser fácilmente refutado o corregido tres meses después con una encuesta nueva. Lo que debería valer para el político (al margen del obvio interés electoral) es la constancia y perdurabilidad de ciertas demandas y valores que se repiten, una y otra vez, en la secuencia de las encuestas sucesivas.
            Pero un político de raza, moderno y responsable, no puede depender de la encuesta que le entreguen hoy, ni plegarse dócilmente a lo que le digan que en este momento pide “la gente”. Sobre todo si, como hemos visto, esta gente es –por lo menos en parte- algo prefabricado. Un político debería tener la capacidad, el conocimiento y la intuición que le permitan determinar cuáles son los reclamos profundos y cuáles las ansiedades pasajeras de sus compatriotas.
            Un político no está “con la gente” como un visitador social, ni su función es lloriquear “junto a la gente” mientras se golpea el pecho e insiste en que es igual a todos y comparte sus sufrimientos (cosa que también gustan de hacer muchos comunicadores sociales). Tampoco su papel está en acompañar las peores exigencias del inconsciente colectivo, y cuando la gente pide sangre, más bien está en la obligación de oponerse a esa tendencia, aunque fuese mayoritaria. Quizá haya todavía lugar para políticos que marchen delante y no detrás de las encuestas, que tengan el oído fino para las demandas permanentes de la sociedad, para su deseo de justicia y equidad, y no la oreja perturbada por el rumor histérico del capricho ocasional.
            Más que ser los candidatos o los políticos “de la gente”, deberían ser gente, personas ellos mismos, con principios e integridad para saber administrar el bien común.

En campaña

La suma de la política y los Medios Masivos de Comunicación da como resultado que cualquier pelafustán simpático y locuaz, puesto cien veces en el aire como si fuera una gaseosa o un dentífrico, se convierta rápidamente en “el candidato de la gente”. Y si –como ya dijimos- esgrimir esta palabra mágica tiene sus ventajas, su uso tampoco está exento de dificultades.
            Porque al hablar de “gente” no se habla de ningún grupo o sector social en particular. La gente no son los obreros, no son los maestros, no son los estudiantes, no son las amas de casa, no son los médicos, no son los empresarios, no son los jubilados… y son todos a la vez. Y es probable que en las campañas que se avecinan de cara a la elección de octubre, nos enfrentemos a la curiosa situación de que todos los partidos y todos los candidatos se dirijan, con el mismo mensaje, a la misma clientela: la gente.
            Y el peligro será que no le digan nada a nadie.

Del Editor de TDM
(Publicado en Tierra de Maravillas. Nº 4 / Mayo 2007)

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